Juicios medievales en la España del siglo XXI


Asistimos con desazón que las costuras de la transición revientan despacio, pero sin pausa, a poco que se les someta a un poco de tensión, demostrando que dicha transición no fue más que meter en la nevera el ADN más sórdido de la España franquista.

Hoy vivimos en un tiempo en el que se cuestiona que existiera siquiera una dictadura, elevando el concepto de revisionismo a hecho consumado en tertulias y editoriales. "Estaba justificado", empiezo a leer incluso en las redes sociales.

Al mismo tiempo, corren días en los que la vieja maquinaria se ve en la tesitura de rescatar "la ofensa al sentimiento religioso" para poner en solfa al adversario político, colocando en el banquillo únicamente a los adscritos al partido de Pablo Iglesias y equiparando este hecho al de los cargos que han ejercido sus funciones de forma corrupta desde hace décadas. Lo curioso es que muchos de ellos ni siquiera se han sentado ante un juez.

De hecho, vivimos envueltos en la negación de la evidencia, sometidos al imperio del eufemismo. No decrecemos, sino que crecemos negativamente; no creamos empleo, sino que destruimos menos; no hay corrupción sistémica, sino manzanas podridas. Así las cosas, la realidad política votada en el 78 parece ser la semilla de un gran embuste, postureo que llamaríamos los modernos, bajo cuyo palio hoy se torturan cifras y nomenclaturas para que confiesen lo que queremos. Es como decir que somos un Estado aconfesional al tiempo que mimamos a una fe por encima de las demás, financiándola, dejando que dicte sentencia moral sobre nuestras vidas, obligándonos a procrear y luego olvidándose de los que no tienen nada que echarse a la boca una vez nacidos. Es como si dijéramos que todos somos iguales ante la ley, cuando lo que no son iguales son las oportunidades de todos ante la misma ley; es como decir que vivimos en una democracia, cuando en realidad lo hacemos en un circo de mandato representativo, donde el pueblo poco poder tiene más allá de votar en medio de una tormenta de manipulaciones mediáticas.

Y esto nos conduce a la paradoja de que en la España del siglo XXI se juzga a una mujer que, en sus días de estudiante universitaria, protestó con más o menos fortuna en defensa, precisamente, de uno de los postulados de la Constitución que tantas bocas llena: que un Estado aconfesional no puede admitir presencia religiosa en sus instituciones. Y no me vale que se diga que España ha sido tradicionalmente católica, ya que igual de tradicional ha sido la Inquisición y sus autos de fe. ¿No será que en ralidad esa constitución era la pantalla deflectora de los poderes vivos de un momento dado para mantener apaciguada a una masa que ansiaba respirar libre después de 40 años? Su aplicación selectiva no le hace mucho favor, ciertamente, y mientras quien defiende sus postulados laicos esté en un banquillo al tiempo que quienes han robado a espuertas el dinero de todos siga en su casa forrado de aforamientos, será más que urgente revisarla y ponerla al servicio, esta vez sí, de la sociedad civil.

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